Recuerdo el día que llego a mi casa, me llene de angustia, no por sentir que era un mal presagio, tampoco por el mal clima que se veia venir, sino por el aspecto de su cara, triste, desconsolada, nunca la había visto así, ninguno de los dos atino a decirle nada al otro, simplemente la invite a pasar.
Le señalé un sofá en el que podía sentarse y subí las escaleras. Me senté en el borde de mi cama aturdido, ningún pensamiento llegaba a mi cabeza, miraba la ventana, veía el cielo gris, pasó un rato y entonces me llamó.
Al bajar la vi sentada donde yo le dije, pregunté que pasaba, pues su grito me sonó algo angustiado, me vio a los ojos e inmediatamente supe lo que sucedía, no venía a quedarse, venia a despedirse.
Muy en el fondo inocentemente esperaba que la decisión fuera diferente, inocentemente dije, pues bien sabía que ese era tu deseo y nada que yo dijera o hiciera lo iba a cambiar.
Adiós, tu última palabra para conmigo. Adiós, nada más cierto. Nunca más supe de ti.
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